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viernes, 2 de julio de 2010

Valías tu peso en oro

Si te soy sincero estuve enamorado de tus caderas muchos años, incluso después de perder el contacto a veces observaba nuestras fotos de adolescentes y pensaba en lo bonita que eras con diecipocos. Por el contrario tú odiaste ese cuerpo y lo ocultabas lo máximo posible, envidiando el que tenían tus amigas por aquel entonces, que podías contar las costillas y amenazaba con romperse a cada paso. Me acuerdo muy bien de un día en la playa que no querías quitarte el vestido al ver las barrigas planas de todas las chicas, y yo insistí tanto que conseguí que lo hicieras. Me avergüenzo de las cosas que pasaron por mi cabeza en ese momento, así que me limitaré a decir que adoraba tu ombligo respingón que invitaba a hacerte cosquillas en ese vientre que yo encontraba bello; aunque te empeñaras en buscarte un trozo de carne que según tú sobraba. Me dolió de verdad perderte cuando el paso de los años se hizo inexorable, pero dolió más todavía cuando tu hermana me dijo que estabas en el hospital. Otra vez. Maldije los estereotipos y la publicidad cuando te vi tan pálida y tan delgada en aquella habitación esterilizada. No encontré tus ojos a pesar de que resultaban grotescamente grandes en tu cara demacrada, de hecho no pude ni encontrarte a ti. Tú eras esa chica de 38 con la mirada brillante y las ganas de vivir en la punta de los dedos, y lo que me miraba con alegría fingida desde la cama solo era el desecho de lo que hace la sociedad envidiosa con las chicas tan perfectas como tú. 

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