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domingo, 27 de junio de 2010

No todo lo que reluce es fluorescente.

Tardó 20 años en descubrir que era una chica esponja, y para entonces había tantísima pena en su interior que no quedaba espacio para nada más. La revelación llegó una tarde en su sofá rojo con lunares blancos; cuatro horas después de haber visto una película (que ni siquiera era considerada mínimamente lacrimógena) aquella inundación llegó a sus ojos anegando los resquicios más ocultos de su ser. Dio la vuelta al mundo buscando una cura para su mal, aunque muchos expertos afirmaron que era un don precioso ese de sentir las emociones de los demás con tanta intensidad, pero no hubo nadie que lograra sanarla. Así que ahí estaba llorando porque se había muerto una mariquita en su almohada, porque a la vecina de abajo la engañaba su marido, porque el chico de al lado había suspendido Matemáticas. Absorbía las penas de todos y luego las expulsaba en forma de lágrimas que parecían no tener fin. Me dijeron que llegó a su puerta un vendedor de felicidad, de esos que tanto abundan últimamente. Le hizo olvidar todas las penas (propias y ajenas)  y luego se marchó dejando el recibo de un amor tan caro que le hizo engordar ocho kilos de angustias. Algunos le aconsejaron reírse en lugar de llorar, pero los pulmones amenazaban con explotar cada minuto y volvió a los llantos. Un día fui a buscar a la chica esponja para dar un paseo y contarle cosas bonitas, pero se había convertido en sirena y se había ido al mar, donde dicen que van a parar todos los males, ¿o eran los ríos? Supongo que no estaba segura y por si acaso se fue, aunque echo de menos esa carita que ponía cuando sonreía entre sollozo y sollozo.



Para A. (: por ser una chica esponja, de piedra y fluorescente (aunque no sumergible)

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