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martes, 25 de mayo de 2010

De como estalló el fluorescente y prendió la habitación (I)

Recuerdo aquel día como si fuera ayer; el humo nos asfixiaba y el temor respiraba el poco aire limpio que quedaba. Corríamos en medio de aquella confusión de gritos a trompicones y sollozos caídos. A mi me faltaba oxígeno, y brazos para ayudar a evacuar el edificio que se caía inexorablemente bajo las llamaradas, y valor que me obligase a quedarme.
En aquella cacofonía de personas a salvo, cabezas en llamas y cuerpos inertes en el suelo, hice un rápido repaso de la gente a mi alrededor y no tardé ni un segundo en correr escaleras arriba entre la humareda tóxica que presionaba mis pulmones para hacerme retroceder.
Subí los escalones de dos en dos, esquivando el techo que con tanta ilusión construimos apenas cinco años atrás y que ahora trataba de aplastar mi cabeza; contaba puertas y encontré la suya. Estaba cerrada por dentro pero la madera había cedido por el calor y no tardé en derribarla. Si no fuera porque la habitación presentaba un aspecto completamente distinto, hubiera sentido que se repetía la misma escena siete días antes, cuando le informaron del mal que residía en su cuerpo y en las pocas posibilidades que tenía de sobrevivir. Encogida entre la mesilla y la cama, con el brazo lleno de sangre por la violenta extracción del gotero. Hice ademán de acercarme y su voz quebrada me perforó las sienes. Déjame, me dijo. Y levantó hacia mí su mirada incendiaria que hacía dudar del uso de cerillas o gasolina en la provocación de aquella pira humeante en la que se había convertido la casa; aunque el olor de esto último me estrujaba la garganta con la misma fuerza que la muerte amenazara el miocardio de ella. 




Continuará.

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